jueves, 1 de octubre de 2009

Llegó el otoño a la sierra.


Con el inicio de curso se han pasado los días que han retrasado la cita quincenal y nos han traido el otoño.

Esa era la intención. Hablar de la llegada del otoño en estas calles y en estas sierras. Pero se nos ha muerto el maestro de la crónica de la hermosura. Don José Antonio Muñoz Rojas falleció la noche del pasado lunes 28 de septiembre a diez días de cumplir 100 años en su hogar de la Casería del Conde en Antequera.

Nos quedamos huérfanos de tanta belleza en cada nuevo libro. Y sin notario, la herencia que nos toca: Objetos Perdidos, Las Musarañas, Las Cosas del Campo, ... y tantos aún sin descubrir. El pasado año se publico Obra completa en verso, (prólogo Clara Martínez Mesa), Valencia, Pre-textos, 2008.
Como persona, valga esta anécdota. Perteneció al consejo de administracion del Banco Urquijo. Una vez en una asamblea general del banco un accionista se levantó y dijo que por qué ganaban tanto dinero los empleados, y contestó: porque con el trabajo de ellos, usted también gana dinero y eso es lo que hay. Único directivo del banco al que se dió un homenaje en Madrid y acudieron todos los empleados de España.

Brindo con usted maestro.

Quiero dejar aquí, con su permiso, la nota que escribió a su hermoso libro Las Cosas del Campo, del que le dijo Dámaso Alonso en una carta: “Has escrito sencillamente, el libro de prosa más bello y emocionado que yo he leído desde que soy hombre”

Advertencia en 1975.

Algo ha llovido desde que se escribió, va ya para treinta años, este libro Las Cosas del Campo. No tanto como los labradores a veces quisieran, más y a destiempo de lo que a veces les viniera bien. Treinta años son un soplo y como un soplo se han ido estos, pero habría que multiplicarlos por muchas cifras si quisiéramos que saliera la cuenta de los cambios sufridos en su transcurso. Más han sido y mayores los cambios que los años. Como en todo cambio algo se pierde y algo se gana variando la proporción según los casos y las cosas. Algunas de estas “cosas” no existen. Algunos de los personajes de que aquí se escribe, no sólo han desaparecido, sino que ni sus oficios ni sus quehaceres se saben ya (…)

(…) No quedan ni bielgos, ni barcina, ni ninguno de aquellos instrumentos de verano que hacían vivas las eras. Apenas si sus nombres se conocen. En menos que canta un gallo las cosechadoras arramplan con un trigal y como quien no quiere la cosa en un santiamén no dejan caña con cabeza. Pero en las cosechadoras el canto es difícil.

Hay muchos cortijos abandonados cayéndose. El campo se ha quedado más sólo, las yerbas ignoradas tienen nombre para los yerbicidas implacables, abejas y abejarucos se refugian donde pueden contra enemigos comunes, las herrizas son más que nunca lugares donde la hermosura se acoge y la libertad reina, los chaparros, ya encinas, esperan estremecidos a la primavera. Golondrinas, vencejos y tórtolas siguen tornando y anidan en olivos apartados o techos de cortijos en abandono.

Pero el campo saca incansables bellezas escondidas y acumuladas, las renueva y ofrece sin tasa a los ojos y al alma de quienes quieran gozarlas. Advierte con su descansado silencio que sólo volviendo a él encontrarán los hombres lo mejor de ellos mismos.

¡Ay de los que lo olvidaren!

Comenzaba este libro diciendo: “Sé algo de la tierra y sus gentes”. Hoy diría: “Quisiera saber algo de la tierra y sus gentes”. Valga la pena esta rectificación. Los años y los cambios también enseñan.